Asociamos el yoga con las prácticas psico-físicas que parecen tener su origen en la India. Sin embargo, la investigación sobre el desarrollo de las potencialidades del ser humano no ha sido algo exclusivo de esta zona del planeta: ha habido muchos otros “yogas” que se han desarrollado, de forma independiente, en diversas partes del mundo. Una de ellas ha sido el Tíbet, donde hay constancia de prácticas para el desarrollo personal desde hace milenios, incluso desde mucho antes de la llegada de las enseñanzas del Buda.
El yoga tibetano abarca una gran variedad de prácticas que se desarrollaron a lo largo de todo su territorio, muchas veces de forma regional e independiente, dada la extensión y la dificultad de las comunicaciones del territorio.
Mediante el movimiento, la respiración y el desarrollo de la atención, se trabaja sobre las energías vitales, los canales de esta energía y los centros energéticos para llevar el cuerpo físico y la mente a un mejor equilibrio y funcionamiento, que repercute en los niveles más sutiles del ser humano.
Y, siempre, con la mirada puesta en fomentar la elasticidad, la calma y la concentración para conseguir un estado que haga más fácil el acceso a la meditación, meta última de las prácticas del yoga.
Los efectos saludables de estas prácticas han sido ya probados científicamente con enfermos en hospitales, habiéndose medido las mejoras en las tasas de recuperación y en el estado mental de los participantes.
Se le considera también como una práctica físico-espiritual, que por una parte sería muy provechosa para la salud, mientras que por otra constituye una técnica de meditación (meditación en movimiento).